Comentario
De los meses duodécimo y décimo tercero
Al duodécimo mes llamaban Tehutleco, o sea amigo de los dioses, durante el cual celebraban solemnidades para todos al mismo tiempo, asegurando que por esa época se habían ido a otra parte. Pero la fiesta del último día era la más solemne de todas, porque creían firmemente que ya en ese tiempo habían vuelto aquellos a quienes tanto echaban de menos. En el quinto día los muchachos y las doncellas, nada perezosos, iban a los templos y adornaban los altares con ramas varias, tanto aquellos que estaban en los domicilios privados, como los de los interiores de los edificios sagrados, en las vías públicas o en encrucijadas. A estos chicos les ofrecían maíz con el que se alimentasen hasta el día de la vuelta y saciasen el hambre causada por el largo camino. El día décimo octavo, Titlacaoa, quien creían que se conservaba siempre en edad florida, decían que había llegado antes que todos y por consiguiente le llevaban comida en primer lugar y aquella noche todos celebraban convites opíparos y alegres por la vuelta del dios supremo con gran regocijo, sobre todo los varones y las mujeres en plena vejez, los que no juzgaban que se habían rendido los honores debidos a aquel dios, antes de que estuvieran llenos de vino y perdida la razón y atestiguaban la alegría del ánimo con delirios vergonzosos. El último día de ese mes se celebraba la fiesta mayor, como que decían que todos los dioses habían vuelto ya a las moradas sagradas dedicadas a ellos. En gracia de lo cual, al caer la tarde del día anterior, amasaban harina de tlaolli sobre un petate, para que cuando viesen las huellas impresas entendieran que habían llegado los dioses. El sumo sacerdote pasaba toda la noche sin dormir, observando con gran atención cuando apareciera alguna huella, vista la cual (según decían), anunciaba con grandísimos clamores que ya habían llegado. Entonces los ministros del templo con cuernos, bocinas, trompetas, sonajas y con cuantos otros instrumentos podían, levantaban grandísimo ruido y estrépito; llevaban rica comida a varios templos con incesante alegría y lavaban las piernas de los ídolos, como si llegaran cansados del camino. Al día siguiente se decía que los más viejos de todos los dioses habían llegado al último; entonces quemaban un gran número de cautivos en una pira, aplicándose a ello los adolescentes de la ciudad, remedando por su traje varios géneros de mostruos y arrojando las víctimas poco a poco a la pira. Cosas semejantes acostumbraban hacer en las fiestas que tenían que celebrarse de manera especial. Al décimo tercero mes lo llamaban Tepeilhuitl, durante el cual sacrificaban en los montes más altos de toda Nueva España, adonde veían durante el tiempo de lluvias que en su mayor parte se formaban las nubes. Para éstos eregían en honor de cada monte, figuras humanas de masa de tzoalli, a los que ofrecían toda clase de cosas y les dedicaban serpientes de madera, hechas de raíces de árboles y zoquetes de palo cubiertos de tzoalli, llamados ecatotontli, en forma de culebra con imitación también de la piel. Hacían otras imágenes en memoria y recordación de aquellos que habían perecido sumergidos en las aguas o de tal manera que no debieran ser quemados sino enterrados; a los ídolos dichos ofrecían, no sin algunas ceremonias peregrinas, tamales y otra comida después de que ellos se habían rellenado de varios géneros de bebida y de alimento. Llegando ya la fiesta que tenía que celebrarse en honor de los montes, inmolaban cuatro mujeres y un varón. Una de las mujeres la llamaban Tepexocti, a la segunda Matlalcuahe, a la tercera Xochtecatl y a la cuarta Mayahoel; al varón lo llamaban Milnahoatl. Adornaban a todos éstos con papeles pegados con hule y los llevaban sobre los hombros en unas literas hasta el lugar del sacrificio unas mujeres vestidas con ornamentos hermosos. Después de matados y sin corazones, los echaban poco a poco por las escaleras hasta que rodando llegaran al lugar adonde se les tenía que cortar las cabezas. Espetadas éstas en palos muy agudos llevaban los cadáveres al Calpul y allí divididos en porciones medianas los repartían a cada uno de los ciudadanos. Los papeles con que habían adornado a los dioses de los montes, concluido lo anterior, les era permitido que los colgasen en el Calpul.